Dar vueltas… y más vueltas… y más vueltas… y al final marearse y caer. Parece lógico (?.


Es algo que siempre he hecho. No sé porqué mi mente no puede conformarse con lo que hay, sino que siempre tiene que darle una vuelta más… aunque no haga falta.


Esto puede resultar positivo en algunas ocasiones, ya que, en cierto modo, es lo que me da ese toque perfeccionista en algunos aspectos y que me permite buscar otras posibles soluciones a los problemas que puedan presentarse. “Hay que darle una vuelta más”, que decían siempre los profesores "Otra vuelta de tuerca" (Nestor Denza). Y eso era bueno; y yo lo hacía bien.


Ahora bien (perdonen la redundancia), hay cosas en las que no es necesario dar tantas vueltas y en las que puede resultar incluso peligroso hacerlo,  que puede hacer que, con el tiempo, acabes perdiendo aquello que quieres o/y necesitas. Se le conoce también como desconfianza. Desconfianza en uno mismo, lo que te hace desconfiar de los demás.


El verdadero problema es que, lamentablemente, llegamos a creer el resultado de esas vueltas. Podemos saber perfectamente que no es así, que la gente realmente nos aprecia por quiénes somos, por cómo somos; pero es tal la desconfianza que sentimos, que llegamos a pensar que sí, que la gente nos utiliza.


Es cierto que hay situaciones y personas que, algunas veces, pueden ser de una determinada manera y eso facilita que pensemos de forma negativa, aunque realmente nunca (o casi nunca) nos hayan demostrado que nuestro pensamiento negativo sea también el suyo. 


Y si sé esto, si conozco cómo soy y cómo funciona mi cabeza, ¿por qué sigo dejando que me sumerja en sus remolinos de ideas y actuando en consecuencia? Porque soy tonta. Porque tengo miedo. No quiero que me manejen. No quiero ser una marioneta para quien se aburre. 


Lo que se es que no me manejan y sé que no soy una marioneta. Sé que me quieren, que me aprecian y que también me necesitan.


Y ahora que lo sé… espero no tardar mucho en darme cuenta.

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